“En Europa ha quebrado un estilo de desarrollo”


Tomás Molina: La crisis continúa su marcha y seguramente estamos en recesión, e incluso algunos hablan ya de depresión. Conversamos sobre estas cuestiones con David M. Rivas, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid. Intentamos que nos explique esto de la crisis desde un punto de vista histórico y estructural. Al fin y al cabo, estas cosas las viene desarrollando frente a sus alumnos, día tras día, desde hace más de treinta años. Entremos en faena. La economía tiene ciclos.

David M. Rivas: Efectivamente. Hay ciclos cortos motivados por los cambios en la oferta y la demanda de los factores productivos y que, en su expresión más corta, tienen su mejor ejemplo en los dientes de sierra del devenir de la bolsa de valores. Los ciclos medios afectan a ciertas bases del propio modelo económico y suelen estar relacionados con el mercado energético y con la especulación financiera. Por último, los ciclos largos se mueven entre los que Akerman llamó “límites estructurales”, a partir de los cuales asistimos a un cambio radical que, aunque no llegue a destruir el modelo, sí que lo reestructura profundamente.

T.M.: Debe ser más fácil predecir a corto plazo que a largo plazo.

D.M.R.: Eso se cree, pero no es cierto. Se cree que hacer predicciones a corto plazo es más fácil porque el análisis coyuntural nos aporta más datos inmediatos, mientras que la predicción a largo plazo exige el estudio de cambios estructurales de mucha mayor complejidad, pero frecuentemente ambos análisis se entrecruzan. Predecir a corto plazo se hace difícil porque estamos inmersos en un ciclo más largo al que se enfrentan políticas económicas que influyen en el día a día, modificando las variables con las que se analiza la coyuntura. Mientras tanto, predecir a largo plazo también se complica por el contínuo cambio tecnológico y por los procesos de cambio social impulsados por acción o reacción frente a las políticas coyunturales.

T.M.: Entonces poco podemos creer en los economistas. Si a corto plazo es difícil y a largo plazo también, poco hay que esperar.

D.M.R.: Comprendo esas reticencias. Es más, comparto su desazón. Pero, no se equivoque, el problema de los economistas no es su metodología sino si están al servicio de unas causas o de otras. Yo soy economista y, además, trato de formar a futuros economistas, pero intento no estar al servicio de nadie, aunque sí tengo compromisos sociales y políticos. Tengo como única actividad la universitaria, con docencia e investigación.


T.M.: ¿Nunca trabajó en consultoría o cosas similares?.

D.M.R.: Alguna vez lo hice, como género alimenticio, pero cuando me ví con la cobertura suficiente dejé de hacerlo. Y de eso van más de veinte años. Vivo de un salario público y de lo heredado porque no quiero depender de otras fuentes que me pudieran condicionar. Prefiero vivir con más austeridad antes que hacer lo que no me gusta. Pero tampoco crea que vivo mal. No soy un masoquista ni un anacoreta.

T.M.: ¿Queda invalidada la opinión de esos economistas que “se venden”?.

D.M.R.: Por supuesto que no. Además yo no utilizaría un verbo tan duro como “venderse”. El problema para mí es más estético que ético. Hay cosas que no me gustan y, por tanto, trato de evitarlas, pero no censuro a nadie. Por otra parte, el mercado funciona muy bien en este sector y los mejor pagados por gobiernos y grandes corporaciones suelen ser profesionales muy consistentes. Sus análisis son muy interesantes y no son pocas las veces que me ayudan mucho a entender las cosas. Y de vez en cuando uno de ellos cambia de trinchera y aporta un conocimiento impresionante. Fíjese en el caso de Stiglitz.   

T.M.: ¿Tampoco colaboraría con un gobierno?.

D.M.R.: Eso es otra cosa. Si mañana un gobierno tratase de hacer una política, por ejemplo, para actuar contra la recesión salvando las bases sociales, la educación, la sanidad, aceptaría la invitación. Y, además, no repararía en su color hipotético. Gobiernos tildados de derechas han llevado a cabo políticas sociales mucho más profundas que otros aparentemente de izquierdas. Y si las cosas se tuercen, se vuelve uno a la universidad y en paz.

T.M.: Los ciclos económicos, ¿son ineludibles?.

D.M.R.: Los ciclos no pueden erradicarse por medio de leyes, ni tan siquiera por la aplicación de políticas económicas, aunque, si están bien diseñadas, contribuyen a paliar algunos de los efectos más lesivos del propio ciclo. En definitiva, en una economía de mercado, aún en aquella que cuente con mayores mecanismos de regulación e incluso de restricciones a la competencia, los millones de decisiones de empresas y consumidores difícilmente podrán encontrarse en un equilibrio perfecto, excepto en los juegos académicos de la microeconomía.

T.M.: ¿Cuál es la diferencia entre una recesión y una depresión?.

D.M.R.: En la historia del análisis económico la terminología ha ido evolucionando en función de los cambios experimentados en la realidad. Incluso la gente no versada ha ido incorporando la jerga de los economistas a su lenguaje ordinario. Si la palabra “crisis” o el concepto de “inflación” pasó a la conversación cotidiana a partir de los años setenta, hoy son los términos “recesión” y “depresión” los que están ganando terreno. Ya había sucedido lo mismo entre los expertos tiempo atrás. El término “recesión” no existía con anterioridad al “crash” de 1929, considerándose toda caída relevante y duradera del PIB como una “depresión”. Pero tras la segunda guerra mundial empezaron a producirse “depresiones” más cortas y menos profundas, a la vez que con mayor frecuencia, por lo que se recurrió a la “recesión”, dejando la “depresión” para situaciones de mucha gravedad y muy extendidas en el tiempo. Para la Oficina de Estadísticas de la Unión Europea la economía entra en recesión al haber crecimiento negativo interanual del PIB durante dos trimestres seguidos. Por su parte, pese a la aparente claridad del término, con unas connotaciones evidentes, la depresión no está definida de forma taxativa y unánime, aunque hay un cierto consenso sobre que se entra en depresión cuando la caida del PIB sobrepasa el 10 por ciento o cuando la recesión persiste durante tres años.

T.M.: Habrá políticas a desarrollar.

D.M.R.: Las políticas a seguir no son necesariamente las mismas frente a una recesión que frente a una depresión, por más que determinadas medidas son coincidentes. En ambos casos se suele jugar con la masa monetaria y con los tipos de interés, pero ante una depresión, con una fuerte contracción del crédito y, en algunas ocasiones, con síntomas de deflación, es necesario también modificar el sistema fiscal, reorientar la inversión pública y estimular la demanda, todo ello con la finalidad de frenar la destrucción de empleo. Al mismo tiempo, se necesitan reformas y regulaciones para atemperar los instintos avariciosos y los disparates que suelen surgir cuando todo se fía a la autorregulación de los mercados. Verá usted que, a la altura del 2011 ya se estaban aplicando políticas antidepresivas mientras que se seguía considerando que la economía estaba solamente en crisis.

T.M.: Entonces siempre ha habido crisis y recesiones.

D.M.R.: La sucesión de auges y caídas es una característica del capitalismo desde sus orígenes. No obstante, los cambios se han ido acelererando conforme el modelo se hacía más complejo y se mundializaba. La evolución del capitalismo desde su nacimiento hasta bien entrado el siglo XIX presenta una cierta estabilidad, con episodios convulsos de corta duración. Sin embargo, en los años noventa se produjo la primer depresión importante. Pero la que se inició con el “crash” de 1929 quedaría en la historia como “la gran depresión”, un proceso que comenzó con una quiebra bursátil que no se supo afrontar. Entonces se pusieron en marcha políticas de demanda pública, desde el “New Deal” de Roosevelt hasta el totalitarismo belicista de Hitler y Mussolini. Pero lo cierto es que la depresión sólo terminó con la segunda guerra mundial, cuando todas las fuerzas productivas se pusieron al servicio del esfuerzo bélico.

T.M.: Y aquí se acabaron las crisis clásicas.

D.M.R.: No. Tras la guerra hubo otra crisis que no devino en depresión por la aplicación del “Plan Marshall” y, más tarde, las políticas de “stop and go” mitigaron los efectos del ciclo.

T.M.: ¿”Stop and go”?. ¿Podría explicarlo?.

D.M.R.: “Stop and go”: “freno” al calentamiento de la economía y “adelante” para no enfriarla demasiado. “Parar y seguir”.

T.M.: Pero, a partir de los setenta, las cosas empezaron a cambiar.

D.M.R.: El orden instaurado tras la segunda guerra mundial se tambaleaba, las reservas de oro de los Estados Unidos eran insuficientes para respaldar al dólar y la guerra de Vietnam era una sangría interminable. Además, Johnson pretendió mantener una activa política social, para crear su “great society”, sin reducir el gasto militar, lo que llevó a fuertes déficit fiscales. Por otro lado, las multinacionales norteamericanas seguían su expansión por otras regiones, contribuyendo a un fortísimo déficit de la balanza de pagos. Todo ello se tradujo en una salida ingente de dólares hacia el resto del mundo. Ante este estado de cosas, el gobierno de Nixon decidió en los años 1971 y 1972 someter al dólar a las mayores devaluaciones de su historia, además de declarar su no convertibilidad. Con ello pretendía abaratar las exportaciones norteamericanas y encarecer las importaciones realizadas por los Estados Unidos, pero tuvo otras dos inmediatas consecuencias. En primer lugar, todo el sistema monetario internacional, que giraba en torno al dólar desde los años cincuenta, pasaba a depender de una forma efectiva de las políticas monetarias norteamericanas. Y, en segundo lugar, los grandes acumuladores de dólares, entre los que destacaban los países exportadores de petróleo, vieron caer su valor real, cuestión que iba a tener gran importancia un poco más tarde.

T.M.: ¿No hubo ninguna reacción por parte de los organismos internacionales?.

D.M.R.: Sí que la hubo. En septiembre de 1973, en la asamblea del Fondo Monetario Internacional de Nairobi se llegó a la conclusión de que era necesario desacelerar la economía y frenar la fase ascendente del ciclo, a fin de lograr una cierta estabilidad. Pero unas semanas después tales propósitos se vieron comprometidos por la crisis petrolífera desencadenada por la OPEP, uniéndose de este modo la crisis monetaria con la crisis energética. Por vez primera cabía la posibilidad de que los países industrializados no tuvieran reservas suficientes para afrontar las nuevas condiciones de mercado. La recesión y hasta la bancarrota de algunos países estaban en el horizonte.

T.M.: Y llegó la estanflación.

D.M.R.: La confluencia de factores generó una situación extremadamente difícil: una caída importante de la actividad económica, un incremento notable del paro que llevó a la aparición de un amplio “ejército de reserva” permanente  y una elevada tasa de inflación. La situación era nueva con respecto a crisis anteriores por cuanto la inflación era elevadísima y se producía un estancamiento, es decir, lento o negativo crecimiento y sostenida elevación de precios. Este fenómeno pasó a ser conocido, efectivamente, como “estanflación”.

T.M.: Siendo la crisis de los setenta tan aguda o más que la de los treinta, ello no se vio traducido a situaciones tan dramáticas como las vividas entonces ni a graves conflictos sociales.

D.M.R.: Con los usos y normas actuales, amplias regiones de los Estados Unidos habrían sido declaradas en los años treinta como “zonas de emergencia humanitaria”. En los setenta funcionaron los amortiguadores keynesianos, que son mecanismos que contribuyen a mantener la economía en un cierto nivel de actividad, mediante inversión pública financiada con déficit, para así sostener la demanda global. Además, se fomenta la inversión privada con toda clase de estímulos fiscales y financieros, y se acepta la actividad plena de los sindicatos y la negociación colectiva. Junto a estos amortiguadores institucionales, también tuvo un efecto importante la expansión de la economía sumergida.

T.M.: También tuvo gran importancia el desarrollo tecnológico.

D.M.R.: Es cierto, particularmente la microelectrónica. Todo venía impulsado por la carrera armamentística y la competencia en un mercado internacional cada vez más difícil. Se fueron sustituyendo brazos por máquinas y cerebros por computadoras, dejando de funcionar una de las principales proposiciones del anterior mundo keynesiano, aquella que aseguraba que la inversión siempre crea empleo. Pero no sólo se quebraba una de las máximas de la política económica, sino que, al menos en un medio plazo, la innovación tecnológica estaba destruyendo empleo.

T.M.: Y en esto llegó Reagan “y mandó a parar”.

D.M.R.: Así fue. Frente a las políticas keynesianas de impulso a la demanda agregada se propiciaron medios para hacer crecer la oferta, mediante la desregulación, la moderación salarial y la reducción de la presión fiscal. Se siguieron las recetas de Phillips y de Laffer: no temer un fuerte aumento inicial del paro, con lo que bajan los salarios reales, y aumentar los incentivos productivos a base de disminuciones importantes en el impuesto sobre la renta. Por otra parte, siguiendo criterios de demanda agregada militarizados, aumentaron los gastos de defensa, con programas tecnológicos de gran envergadura, como la “iniciativa de defensa estratégica”, forzándose así la demanda global vía contratos federales para el rearme, en lo que se denominó “keynesianismo de derechas”. Por último, en una posición muy favorable hacia las transnacionales instaladas en los países de nueva industrialización y subdesarrollados, se cortaron las aspiraciones proteccionistas de la industria instalada en los propios Estados Unidos.

T.M.: ¿Empezó la recuperación?.

D.M.R.: Se empezó a hablar de ello. Eso propició un formidable interés por los mercados de valores, sin tener en cuenta factores muy desestabilizadores para la economía mundial como la fuerte crisis de deuda que afrontaban los países subdesarrollados y los voluminosos déficit fiscal y comercial de los Estados Unidos. A finales de 1985 comenzaron las dificultades. Estados Unidos mostraba síntomas de agotamiento y ni Alemania ni Japón quisieron tomar el relevo como “locomotoras”, prefiriendo mantener niveles de crecimiento relativamente bajos, pero con situaciones equilibradas de precios, presupuesto y balanza de pagos. La presión sobre el dólar se acentuó y en octubre de 1987 la bolsa de Nueva York se desplomó, arrastrando consigo a los demás mercados de valores. Con la mirada puesta en 1929, esta vez hubo reacción, no como entonces: se inyectó liquidez en el sistema norteamericano, se intervinieron mercados bursátiles con compras institucionales y se insistió en la solidez de la economía en general y en la estabilidad de la organización económica  internacional.

T.M.: ¿Hubo o no recuperación?.

D.M.R.: No fue posible. La quiebra bursátil de octubre de 1987 supuso un trauma para una economía que parecía recuperarse pero, al menos, pareció servir como aprendizaje y se creyó encontrar una solución en la seguridad tejida en torno a las bolsas de valores. Pero cuando en julio de 1990 las tropas iraquíes invadieron Kuwait, los mercados de acciones estaban sobrevalorados. La recesión que se inició con la guerra del Golfo, acentuada después por la caída de las expectativas de inversión y por las políticas económicas de enfriamiento, fue extendiéndose por todo el mundo, con las salvedades del Pacífico asiático y de algunos países latinoamericanos. En el fondo, el problema es que ya no había ninguna “locomotora norteamericana” a la vista.

T.M.: La guerra del Golfo no fue muy larga.

D.M.R.: Tras la guerra la economía empezó a recuperarse, primero en los Estados Unidos y más tarde en el Reino Unido, Alemania y Francia. De este modo, los años 1996 y 1997 ya fueron expansivos, con gran aumento del comercio internacional, hasta que en el verano de 1997 estalló la crisis cambiaria asiática, que empezó en Tailandia y que tuvo serias implicaciones para Corea del Sur, Japón y China, afectando también a Rusia.

T.M.: ¿Era una crisis o el inicio de una recesión?.

D.M.R.: Da usted en el clavo porque esa era la incógnita. La duda radicaba en si las convulsiones eran movimientos especulativos en el corto plazo o si, por el contrario, anunciaban la proximidad de una recesión o, tal vez, de una depresión. Pero, como ya se ha encargado de demostrarnos la física cuántica, la realidad está, en gran medida, condicionada por el observador. Era una evidencia que la burbuja financiera que crecía en estos años dependía de los grandes inversores. Intentaron mantener sus posiciones, llevando, en una alianza perversa, a hacer creer que la sincronización del ciclo bursátil significaba la ralentización de los desequilibrios económicos.

T.M.: Se hablaba de “nueva economía”.

D.M.R.: Se habló de “nueva economía”y de “factor x”. Seguramente fue Alan Greenspan el principal profeta en una intervención ante el Congreso de los Estados Unidos, donde trató de una incógnita a despejar con una serie de componentes básicos. Ese “factor x” que permitiría la recuperación era un polinomio compuesto por varios elementos: disponibilidad de fuerza de trabajo barata gracias a la inmigración; insumos muy baratos por las tendencias deflacionarias; amplios movimientos mundiales de capital; y “efecto enriquecimiento”, derivado de las fuertes ganancias en los mercados bursátiles al alza. De todas formas, el elemento más característico de esa “nueva economía” fue el auge de las entonces llamadas “nuevas tecnologías”.

T.M.: Todo un cambio.

D.M.R.: Más que un cambio. Significaba la entrada en una nueva era en la que los ciclos económicos quedaban erradicados. Pero a mediados del año 2000 empezó a ponerse en duda aquel horizonte de crecimiento indefinido. Los mercados se estaban haciendo cada vez más volátiles e incontrolables y las nuevas sociedades tecnológicas, generadoras de enormes plusvalías bursátiles, no estaban capacitadas para asegurar amortizaciones y repartir beneficios, así como tampoco para mantener sus altos niveles de cotización como no fuera con un contínuo trabajo de maquillaje. La desaceleración resultó inevitable, aunque, en un ejercicio cauteloso de terminología, la palabra “recesión” fue evitada, empleando en su lugar la de “slowdon”, concepto provisto de distintas acepciones. La crisis bursátil fue especialmente dura para las nuevas compañias “puntocom” que operaban a través de internet, lo que provocó una conmoción en el Silicon Valley, el área de máxima concentración de firmas de la información, la biotecnología, la telecomunicación y la ingeniería de los Estados Unidos. En definitiva, con la locomotora frenando, los nuevos valores tecnológicos sufrieron dramáticas caídas, arrastrando a otros valores y mercados.

T.M.: Y aún quedaba por verse un sobresalto mayúsculo: el ataque terrorista contra las Torres Gemelas.

D.M.R.: Una enorme complicación. En esta delicada situación económica se produjo ese ataque a Nueva York, lo que produjo como efecto psicológico la sensación de que todo iba a ir a peor, sensación de gran incidencia en las expectativas y que retroalimentó la crisis. De la creencia en una rápida recesión y una fuerte recuperación, el llamado “ciclo en V”, se pasó o otra de una recesión más lenta con un difícil relanzamiento, el llamado “ciclo en W”.

T.M.: Entonces se recurrió al gasto militar.

D.M.R.: De nuevo los gastos militares, con la guerra de Afganistán y los preparativos para la intervención en Iraq, acudieron en auxilio de la economía y, de esta forma, poder sortear la temida recesión. Sin embargo, pese al esfuerzo bélico, las pautas de desaceleración y de depresión continuaron en todo el mundo, incluyendo a los Estados Unidos y siendo particularmente agudas en el Cercano Oriente. La única excepción fue China, que compensó la contracción del comercio internacional con la expansión de su gigantesco mercado interno, alcanzando ratios de crecimiento de entre el 7 y el 8 por ciento.

T.M.: Y después vino la guerra de Iraq.

D.M.R.: El gobierno de Bush estimó “a priori” esa invasión en un máximo de 200.000 millones de dólares, lo que representaría el 2 por ciento del PIB de los Estados Unidos, una cantidad que se consideraba “asumible”. En ese mismo momento, Nordhaus, coautor desde hace años del emblemático “Economics” de Samuelson, cifró el coste en 1,2 billones si la guerra duraba un año, resultando que duró seis. Pero en ninguna de las estimaciones se tuvieron en cuenta los tres efectos más importantes de un conflicto bélico: muchas inversiones se ralentizarían o se cancelarían; las familias ahorrarían más y dejarían de recurrir al endeudamiento, lo que provocaría una tendencia a la deflación y una contracción de la demanda; y los Estados Unidos pondrían en cuestión su liderazgo en la estructura económica mundial.

T.M.: ¿Hubo o no recuperación?.

D.M.R.: En un principio sí. La masiva inyección de dinero público barato permitió a partir del 2002 una recuperación, lo que conllevó a la aparición de una codicia desmesurada por parte de los banqueros, que idearon nuevos y tortuosos instrumentos financieros con una fuerte multiplicación del crédito, lo que fue conocido con el nombre de “ingeniería financiera”. Se desarrolló así el sistema de las hipotecas “subprime”, lo que provocó graves turbulencias en un sector que, como el financiero norteamericano, es autorregulatorio, muy opaco y altamente especulativo. Al pincharse la burbuja inmobiliaria el montaje se vino abajo, apareciendo también la enorme burbuja crediticia, y afectó al equilibrio de los circuitos financieros mundiales.

T.M.: ¿Cuál fue la reacción de los gobiernos?.

D.M.R.: El gobierno de los Estados Unidos se enfrentó a esta situación con una “política de goteo” de intervenciones en grandes entidades bancarias y agencias hipotecarias sobre las que se cernía el riesgo de quiebra. De esta forma, grandes corporaciones fueron cayendo bajo el control de la Reserva Federal y de la Secretaría del Tesoro. Pero se tomó la decisión de permitir la quiebra del banco de negocios Lehman Brothers, un grave error que supuso la salida de toda clase de productos financieros “contaminados” hacia el mundo entero. Ante esta situación, en octubre del 2008 se puso en marcha el Programa de Rescate de Activos Dudosos, para adquirir titulaciones “tóxicas”, de muy bajo valor, para inyectar de nuevo liquidez a los bancos, a la vez que eran recapitalizados. Todo ello originó una larga cadena de apoyos públicos, cuyo éxito fue poco esperable desde un principio.

T.M.: ¿Y a este lado del Atlántico?.

D.M.R.: El Banco Central Europeo, conforme a su fijación con la estabilidad monetaria y la inflación heredada del Deuchtbank, mantuvo durante meses altos tipos de interés, con lo que complicó aún más el problema. No obstante, cuando los precios del petróleo y de las materias primas comenzaron a bajar, decidió una concatenación de reducciones de tipos. De otra parte, al igual que estaba sucediendo en los Estados Unidos, en la Unión Europea se comenzó a realizar intervenciones “gota a gota”, nacionalizándose el banco hipotecario británico Northern Rock y dándose apoyos a las grandes entidades financieras de Alemania, Francia, Bélgica, Holanda, Italia, Irlanda y España. También siguiendo el modelo norteamericano, se planteó un programa común, muy especialmente pensando en la zona del euro, pero el proyecto sólo tuvo un limitado éxito, llegando a contemplarse, en la práctica, ventisiete planes separados, lo que mostraba una de las grandes debilidades de la Unión Europea frente a la crisis: la escasa consistencia de los mecanismos de integración.

T.M.: Luego vino la Conferencia de Londres.

D.M.R.: Vayamos por partes. En noviembre del 2008 se celebró la Conferencia de Washington, convenida en el marco del G-20 por los Estados Unidos, la Unión Europea y los llamados “países emergentes”, con el objetivo de evitar que la extendida recesión derivara en una depresión mundial. Las decisiones fueron desarrolladas posteriormente por un grupo de trabajo del propio G-20 y la conferencia volvió a reunirse en abril del 2009 en Londres y en septiembre en Pitsburg. Las cuestiones negociadas fueron varias y de diversa naturaleza, pudiendo decirse que las conferencias resultaron bastante satisfactorias. No obstante, se olvidaron de importantes cuestiones de la estructura monetaria internacional y de los países menos desarrollados.

T.M.: La crisis se cebó en Europa.

D.M.R.: A partir del 2010 la crisis se extendió con gran virulencia por la Unión Europea. Los mercados acosaron con avidez a la deuda soberana de varios países miembros, sufriendo tales prácticas con particular intensidad Irlanda, Portugal y Grecia, mientras que Italia y España resistieron con mayor solvencia tales ataques. La Comisión Europea y el BCE, conforme a las directrices del gobierno alemán, exigieron unas duras políticas de ajuste a cambio de la estabilidad monetaria y el mantenimiento de los mecanismos de cohesión. Se procedió entonces al rescate de Irlanda, Portugal y Grecia, imponiendo a sus gobiernos unas grandes reducciones en el gasto público y forzando a todos los países miembros a que redujeran por ley el nivel de déficit, orden que obligó en algunos casos, como en el de España, a introducir incluso reformas constitucionales que llevaron a cabo el PSOE y el PP sin contar con la ciudadanía. Aquello fue una operación de dudosa legalidad y, sobre todo, de fraude a la democracia. Se asumió que el déficit no podría ser superior al 0,5 por ciento del PIB en términos nominales, pero tal criterio no estaba amparado en ninguna metodología, con lo que no se sabía el porqué de ese 0,5 y no de un 0,4 o un 0,7. De igual modo, tampoco se especificó cuál era la ratio deuda/PIB que pondría en marcha los mecanismos de corrección.

T.M.: Entonces la Unión Europea estaba improvisando sin mucha base analítica.

D.M.R.: Seguramente fue así. El caso es que, ante la gravedad de la recesión en la Unión Europea, la reacción de las instituciones comunitarias y de los diferentes gobiernos fue la de reestructurar los componentes del estado de bienestar, poniéndose en cuestión la propia esencia de la integración económica A la vez, se ralentizaba la marcha hacia la unificación política, entre episodios de vuelta a un proteccionismo nacionalista que evocaban otras épocas del primer tercio del siglo XX. Pero el acoso a la deuda soberana de Italia y España, así como con menor rigor a la de Francia, no se detuvo, una vez que Grecia, Irlanda y Portugal quedaban ya al albur de las políticas de rescate. De este modo, cada vez que la unión o un país concreto aplicaba una política para, por ejemplo, responder a la crisis de la deuda soberana, destruía tejido social y músculo democrático para, un poco más tarde, ver ataques más fuertes aún contra esa deuda soberana. Cada vez que la política ortodoxa al estilo de Merkel se ponía en marcha, las primas de riesgo se disparaban, mientras que el BCE, más una oficina de precios que un banco central conforme a una política de otros tiempos, se mostraba incapaz de intervenir, con lo que las políticas aplicadas acababan empeorando las cosas. La Unión Europea alimentó la voracidad de unos mercados desbocados. Ya había dejado escrito Keynes que los mercados pueden mantenerse insaciables mucho más tiempo del que dura nuestra solvencia. No se esbozó una política de freno porque hubiera requerido dos virtudes de las que hoy carece la Unión Europea: identidad única y políticas únicas.

T.M.: ¿Algún país de la unión se resistió?.

D.M.R.: No, aquí no hubo nadie que se atreviera a seguir la senda de Islandia. Las políticas fueron las mismas en todas partes, con independencia del color político de los gobernantes. Portugal inició su calvario con la izquierda en el poder; ganó después la derecha y los problemas aumentaron. En Grecia ocurrió el fenómeno contrario y allí la izquierda entrante tampoco pudo resolver el problema. Italia mantuvo gobiernos de derecha y España gobiernos de izquierda y los dos países vieron su prima de riesgo cerca del bono basura.

T.M.: La prima de riesgo española sigue subiendo después de las políticas de ajuste del gobierno de Rajoy.

D.M.R.: Esas políticas van a servir de muy poco, cosa que sabe bien el gobierno. Rajoy está tratando de contentar a la oligarquía española, una oligarquía incapaz de competir en ninguna parte salvo con la ayuda del estado. Estas políticas tan duras quizás funcionen en un contexto empresarial como el danés o el suizo, e incluso como el alemán o el norteamericano, pero en España sólo significarán una nueva apropiación de rentas por parte de los más ricos. Es un modelo muy estudiado, un modelo al que se calificó como “franquista” y que se consolidó con la transición.

T.M.: No me diga que seguimos con el franquismo.

D.M.R.: Y más atrás. El modelo económico español es un modelo de ventajistas, estraperlistas, corruptos, etcétera, desde siempre. No hay más que repasar la historia: la inflación provocada por los Reyes Católicos para rebajar su deuda con los banqueros judíos, la propia expulsión de los hebreos como mejor forma de no pagar las deudas, la guerra contra las ciudades por parte de Carlos I para evitar que Castilla compitiera comercialmente con Flandes, el déficit forzado por el mismo Carlos I para mantener las guerras de religión y sus ambiciones en Alemania, la rebaja clandestina de la ley de la moneda cuando Felipe IV en la ceca de Cajamarca, el tráfico ilegal de esclavos del segundo consorte de Isabel II, las sangrientas guerras coloniales para salvaguardar los negocios de Alfonso XIII en Marruecos, los negocios de Lerroux durante la segunda república, el estraperlo bajo el franquismo con Nicolás Franco como principal protagonista, los pelotazos especulativos durante el desarrollismo por los ministros de Franco, el rapidísimo enriquecimiento de Juan Carlos I mientras la mayor parte de sus amigos cercanos acabaron en la cárcel, los expolios al erario de un gobernador del Banco de España y de un director de la Guardia Civil, las tramas de Gurtel y Filesa para financiar al PP y al PSOE, el saqueo de los ayuntamientos de la costa mediterránea, el reciente “caso Urdangarin” y otros muchos. Si ha habido una constante en la historia de España, esa es la corrupción. No conozco ningún caso parecido en Europa, sobre todo porque detrás de ello se encuentran, desde el siglo XV, las más altas instancias del estado. En España casi siempre ha gobernado la “cleptocracia”. 

T.M.: Volvamos al presente. Dicen que todo es cuestión de los mercados.

D.M.R.: Los mercados no son una fantasmagoría, sino que detrás de esa ficción están especuladores con comportamientos racionales, agentes que toman decisiones calculadas, en las que tienen un enorme peso las señales que emiten los gobiernos y los bancos centrales. Como en el caso de la Unión Europea la señal emitida fue la de que no se iba a hacer nada o, en otros casos, que se iba a cebar aún más a la banca privada, los mercados reaccionaron atacando con mayor violencia. Si las señales emitidas hubieran sido de otra naturaleza, se habrían cuidado algunos agentes de que sus enormes ganancias no se tornasen en pérdidas delante de una decidida política económica. Entre otras cosas, simplemente con haber aplicado una “tasa Tobin” a las transacciones financieras de tan sólo el 0,05 por ciento, la Unión Europea hubiera recaudado cada año 200.000 millones de euros.

T.M.: Europa se juega mucho.

D.M.R.: Se lo juega todo, nos lo jugamos todo. La crisis o la recesión de la segunda década del siglo XXI, por lo que respecta a la Unión Europea, no es una crisis económica como tantas otras, sino la antesala de la quiebra de un modelo social y político. La democracia y la soberanía ciudadana se han puesto en discusión y los gobiernos decidieron reformar constituciones, cambiar radicalmente el modelo social de mercado, que pasó a ser solamente de mercado. Incluso se han constituido ejecutivos sin celebrar elecciones. Es un estilo de desarrollo, propio de lo que antes llamaban “el genio europeo”, lo que ha quebrado.

T.M.: Habrá alguna solución.

D.M.R.: Espero que así sea. Frente a la globalización económica sólo cabe responder con la globalización política. Yo confiaba en que Obama impulsara ese movimiento y aún tengo cierta confianza porque es un hecho que los presidentes norteamericanos son mucho más audaces en su segundo mandato, quizás con la excepción del segundo Bush, que fue una anomalía en casi todas las acepciones, desde la política hasta la médica. Wilson impulsó la Sociedad de Naciones tras la primera guerra mundial y Roosevelt hizo lo mismo con la ONU tras la segunda. Confío en que no tengamos que vivir una tercera para que se siga por esa senda.

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