Prólogo a “Manual de horticultura general básica”



En la historia se han producido dos saltos muy importantes, dos saltos que marcaron definitivamente la evolución de la humanidad. El primero de ellos fue la revolución neolítica, es decir, la aparición de la agricultura. Hasta entonces nuestra especie era recolectora, pescadora y cazadora y, en algunos casos, también dedicada al pastoreo. La incidencia sobre el medio no era muy diferente a la que provocaban otras especies predadoras. Si los ecosistemas se deterioraban por sobreexplotación, el hombre, con sus armas y su ganado, emigraba a otra región distinta. Eso permitía que el medio, en un lapso mayor o menor de tiempo, se recuperaba. Además, la pequeña dimensión demográfica y unas técnicas muy poco adelantadas  permitían a la naturaleza defenderse bastante bien de la agresión de una especie que se adaptaba a la misma más a través de estrategias culturales que de estrategias biológicas. Pero por los años 10000 a 8000 antes de la era cristiana, en las actuales China, Mesopotamia y Egipto se iniciaba la era agrícola. Es tal la potencia de este cambio que nuestra propia civilización comienza uno de sus principales relatos míticos con la historia de un hermano agricultor que mata a su hermano pastor: la leyenda de Caín y Abel. Con esta revolución el recurso económico principal sería un recurso natural: la tierra.

Durante la era agraria la incidencia sobre el medio ya fue más intensa que en los albores de la humanidad. El suelo fue explotándose con mayor potencia y comenzaron a aparecer las ciudades y las villas, con sus secuelas de deterioro, residuos y las primeras contaminaciones del agua y del aire. No obstante, durante siglos, la población no creció de una manera importante y, tras el hundimiento del imperio romano, las ciudades de un cierto tamaño desaparecieron. Además, las técnicas del barbecho, del año y vez, de la explotación al tercio, etcétera, permitían a la tierra recuperar sus propiedades, aunque en lapsos cada vez más largos o perdiendo virtudes a medida que la explotación se incrementaba.
El segundo gran salto se produciría en el siglo XIX en Inglaterra: la revolución industrial. La tierra dejó de ser el recurso natural principal, aunque, lógicamente, el sector agropecuario continuó su desarrollo por la simple razón de que necesitamos alimentarnos. En esta nueva era el recurso principal va a ser la energía, con un siglo XIX carbonero y un siglo XX petrolero. A partir de aquí el deterioro fue creciente, hasta llegar a la situación que hoy padecemos, verdaderamente grave en algunos casos. 
En el presente es posible que nos estemos enfrentando a una tercera revolución, la de la sustentabilidad. Los grandes problemas ambientales, que podemos compendiar en el proceso de cambio climático, están comenzando a ser importantes, no tan centrales como debería ser, pero con un número de científicos, políticos y ciudadanos preocupados y ocupados muy amplio y verdaderamente creciente. Pero este tercer salto en el devenir de la humanidad presenta una diferencia notable frente a los dos anteriores. Mientras las revoluciones neolítica e industrial se desarrollaron casi de un modo inconsciente, empujados los hombres, no sólo por la necesidad, sino por el propio desarrollo de las fuerzas productivas y los adelantos técnicos y tecnológicos, esta nueva revolución ha de ser consciente, ha de venir de la expresa voluntad, de una decisión premeditada. Eso significa que millones de personas habrán de trabajar en una misma línea, pero también que unos cuantos miles van a tratar de obstaculizar el cambio por todos los medios a su alcance, que son muchos. 
Si la agricultura marcó la característica definitoria de la larga era posterior al neolítico y pasó a ser un sector decadente en la mayor parte de los países desarrollados tras la revolución industrial, vuelve a tener un peso importante para el futuro que se está abriendo, y ello por diversos motivos. La visión de la agricultura y las políticas seguidas en torno a la misma fue cambiando a lo largo de los dos últimos siglos. Existe una preocupación por la “cuestión agraria”, que se orienta hacia lograr una agricultura que sea capaz de ofrecer alimentos suficientes a precios reducidos a una población urbana creciente. Se trata, por lo tanto, de una visión técnica, que inspiró, entre otras, la política agrícola común de la Unión Europea. En segundo lugar, y a veces con un encaje difícil con la anterior, aparece la “cuestión campesina”. Esta visión es de carácter social, orientada a la protección de los campesinos y de sus rentas. La política más emblemática de esta preocupación sería la reforma agraria, ejemplarizable en la malograda de la segunda república española. Por último ha aparecido una preocupación por la “cuestión rural”, una visión globalizadora que entiende que el campesino no es solamente un productor de alimentos, sino también un conservador del paisaje, un potencial protector de la naturaleza e incluso un conservador de elementos culturales. Este es el enfoque que se relaciona con el desarrollo sostenible y la protección del medio ambiente.
Pero también han aparecido en los últimos años diversas corrientes que no se incardinan en las grandes políticas  sino en planteamientos individuales o de grupos pequeños. Son de muchas clases y se ponen en marcha por distintas razones, pero casi todos ellos tienen una base común: la desconfianza hacia el modelo agropecuario intensivo e industrializado y la desconfianza hacia el modelo de distribución alimentario. Así aparece el movimiento lento, la justicia climática, la seguridad alimentaria, el “slow food”, la agricultura ecológica, las cooperativas de consumo, el comercio justo y un largo etcétera. De todos modos, aunque no se trate de macropolíticas públicas, sí que estamos ante proyectos muy interesantes y de hondo contenido social y ambiental.
Es en este movimiento en el que se inscribe la iniciativa que hoy se inicia en Gijón, en Asturias, y que parte, de un modo oportuno, con este manual de horticultura ecológica y de pequeña dimensión que tanto me complace prologar. Por si todo ello no fuera suficiente, la crisis económica está llevando a personas que nunca se dedicaron a la agricultura a volver a poner en explotación antiguas huertas o tierras de la familia. Algunas de ellas, las que conservan amigos o parientes en los pueblos, es posible que tengan apoyo y asesoramiento de los vecinos. Pero muchas, seguramente la mayoría, se encuentran sin conocimientos o con manuales excesivamente técnicos, de difícil lectura, o con manuales muy populares pero que están escritos pensando en, por ejemplo, el público estadounidense, con lo que hasta aconsejan variedades vegetales y razas animales que no se encuentran en el mercado o no se adaptan bien a nuestro clima.
Además esta iniciativa recupera y vivifica las tradiciones de nuestra gente, pequeños propietarios, “fidalgos de la tierra”, que sobrevivieron frente a todo y frente a todos. No es Asturias país de duques y priores, sino de nobles familias que, hasta mediados del siglo XX mantuvieron con su trabajo y su tesón viejos leños que ardieron en los hogares que ahumaron la vida de viejas estirpes.
El proyecto de este “club de huertos”, pensado para dimensiones pequeñas y para una producción ecológica y orientada a consumo propio y a la venta cercana a través de cooperativas de consumo y de cooperativas de agricultores es una buena iniciativa que, con un poco de suerte, algo que siempre se necesita, alcanzará un gran éxito. Aunque parezca que estos proyectos son irrelevantes por su tamaño y por su escasa envergadura financiera, son elementos básicos en aquel tercer salto, aquella revolución consciente de la que antes hablaba. Y es que si algo sigue vigente, es la máxima ya histórica del primer ecologismo: “pensar globalmente, actuar localmente”.

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